Como he sugerido en otras ocasiones –digan lo que digan los directamente interesados–, el problema es de fácil comprensión: los sistemas educativos no han cambiado en los últimos cien años. Ya no digamos el aprendizaje emocional, que no se quiso ni siquiera plantear.
Ese sistema daba, mal que bien, trabajo a la gente de mi generación y no se lo da a los jóvenes de ahora, que arrojan tasas de desempleo cercanas al 50 por ciento. Para corregir ese desaguisado social, habrá que difundir en las escuelas y corporaciones las nuevas competencias que demanda la sociedad de ahora y que no eran imprescindibles antes.
He sugerido en otras ocasiones que habrá que penetrar en los secretos del liderazgo, como la capacidad de empatizar con los demás o saber ponerse en su sitio. Los científicos italianos que analizaron el papel de las neuronas espejo en los grandes simios y en los humanos demostraron sobradamente que mediante la imitación ellos y nosotros aprendimos a ponernos en el lugar del otro.
Es más, la neurología moderna ha establecido que los que de verdad son incapaces de hacerlo son los psicópatas; ellos no sienten, no les duele el estómago como a los demás. El liderazgo comporta también un cierto carisma para infundir a los demás el convencimiento de que vale la pena intentarlo. ¿Cómo se puede aflorar la visibilidad de ese carisma cuando exista? Y es preciso que exista cuando se quiera extender el liderazgo.
Primer día de rebajas en unos grandes almacenes australianos (imagen: ABC News).
En contra de la opinión más generalizada, el liderazgo es fruto siempre de una idea que fascina al resto y que defiende el individuo o colectivo que persigue liderar un proyecto. El carisma no lo da la estatura ni el dinero, sino el recuerdo mental alojado en la memoria a largo plazo. Un rostro bello –es bello cuando no aparenta dolor– llama la atención y predispone para canalizar un pensamiento, pero es imprescindible el pensamiento en cuestión. La felicidad es la ausencia del miedo, pero hace falta un determinado mecanismo neuronal para que en su lugar se aposente la fascinación o el embrujo.
Que yo recuerde, nadie me enseñó en la escuela los soportes del liderazgo; tuve que aprenderlos en la calle o aceptar mi ignorancia al respecto. Antes, no importaba demasiado. Ahora, a los jóvenes les resulta imprescindible para encontrar trabajo.
Algo parecido ocurre cuando alguien quiere asentar su vida en el mundo de la cultura. ¿Hemos enseñado a los jóvenes, mediante la práctica de talleres, a familiarizarse con los ritos sociales o el aprendizaje de la democracia para zambullirse en el mundo de la cultura?
Claro está que los ritos cambian con el tiempo, pero más lentamente de lo que muchos creen. Prueba de ello fueron las multitudes expectantes durante la última visita papal, las colas en las rebajas de los grandes almacenes o las muestras de machismo inveterado en la vida de las parejas. Para poder predecir, desde los resortes de la cultura, el futuro de los niveles de violencia en las sociedades del mañana hace falta estudiar todo lo anterior y, además, la arqueología de las emociones.
Nadie nos ha enseñado nada sobre el secreto del liderazgo ni de los resortes íntimos que, desde la cultura adquirida, mueven a las gentes, como los ritos sociales o la democracia. ¿Por qué, a propósito de esta última, no se menciona nunca a los niños que hay dos tipos de cultura divergentes en los humanos: la minoría que se siente agraviada cuando el poder del Estado invade sus derechos individuales, por una parte, y la mayoría que sólo se mueve cuando constata la injusticia social, por otra? ¿Alguien sabe a cuál de los dos colectivos pertenecemos los españoles? Más sobre las nuevas y necesarias competencias en el post de la próxima semana.